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lunes, 8 de abril de 2013

M (y VI)

El avión trasladó a M desde un mundo de amabilidad y sonrisas puras hasta el oscuro agujero de miradas asesinas, avaricia y vacío existencial conocido como "occidente".

Fuera del aeropuerto llovía, y las sucias calles mojadas reflejaban las inútiles luces de neón. M arrastró su vieja mochila hasta uno de los taxis, cruzó unas palabras con el conductor y se puso en marcha. En la radio ponían fútbol, pero las supuestas habilidades deportivas de aquellos millonarios resbalaban sobre las cicatrices de M. Las arterias de la gran ciudad engullían millones de coches en una orgía de voracidad sin límites. El taxi de M se dirigió a uno de los anodinos e impersonales apartamentos del centro.

La puerta rechinó, y pese a la humedad, M reconoció los olores familiares de su casa. Llevó la mochila hasta su habitación y tiró la chaqueta sobre la cama. Fue hasta el salón y encendió la minicadena; sonaron The Doors. En la cocina, abrió la nevera en busca de algo que no estuviese caducado. Aquellas salchichas atiborradas de conservantes podrían soportar un holocausto nuclear, y ese puré de patata en polvo serviría de acompañamiento.

Bajo la música y el ruido de la cocina, la ciudad bullía, ajena a cómo un alma se hacía pedazos en la más absoluta soledad e indiferencia. M había sido protagonista de una de las historias de supervivencia más extremas, había escapado de una muerte segura en infinitas ocasiones, había caminado por el filo de la navaja con una determinación y una sangre fría impensables para la mayoría de los mortales... durante los años dorados de la exploración, se recibía con honores de estado a los intrépidos aventureros que regresaban de las garras de la muerte... ella no aspiraba a tanto, se conformaba con haber sobrevivido y tener un techo, algo de comida caliente y una cama en la que tirar sus huesos heridos. No había gloria en haber escalado una montaña y salir con vida. Sabía que había fracasado desde el primer momento, desde que aquella maldita montaña se cruzó en sus sueño; estaba viva sólo por una serie de afortunadas coincidencias, a diferencia de su compañero, que...

Apenas había pensado en ello. Sí, lo tenía presente como una circunstancia más de la escalada, pero ahora que las cosas empezaban a asentarse el recuerdo empezó a hacerse más vivo... su mente sabía que pensar en ello en ese momento sería muy doloroso, y logró volver a dejarlo apartado en un rincón. No era la primera vez ni la segunda, ni sería la última... mejor en otro momento, por experiencia.

Después de cenar caminó por el salón, acariciando los lomos de los libros que tantas veces había leído y que tantos sueños habían forjado. Ahí estaban también fotos de cumbres siempre anheladas y recuerdos de rincones perdidos del mundo. Hizo sitio entre la matera que robó en la expedición a la cara sur del Aconcagua y la máscara africana que le regaló uno de los porteadores cuando abrió una nueva vía en el Monte Kenya. Metió la mano en su bolsillo y colocó la piedra con los ojos de Buda. Otro recuerdo, otra aventura, otra montaña...

Abrió el mueble bar. Ahí estaba su Chivas de 30 años. Puso hielos en un vaso ancho, lo llenó generosamente y disfrutó de su sabor tumbada en el sofá, brindando por su compañero, por el pobre diablo congelado que se encontró a mitad de bajada y por los chicos que la sacaron en helicóptero.

Quitó a Jim Morison, perdido en sus delirios psicodélicos y puso algo más acorde con su estado de ánimo en aquel momento. 



Fuera, en la calle, las luces y las prisas de la gente se diluían bajo la fría lluvia, ocupadas en sus pequeñas cosas.


Fin.


jueves, 4 de abril de 2013

M (V)

El caos de grietas del glaciar empezó a discurrir bajo dos pies de M. Rodear esta grieta, saltar la otra, avanzar, retroceder, volver a avanzar... en cualquier momento en suelo se abriría bajo sus pies y todo acabaría. Desaparecida en los dominios de los hielos eternos en mitad de la noche.

Las pocas estrellas que aparecían entre las nubes la ayudaban a orientarse. La dirección era más o menos correcta, pero sin conocer la ruta segura que evitaba las grietas del glaciar, caminaba sobre un campo de minas.

Caminaba, pero no avanzaba. Las agujas graníticas que bordeaban el glaciar y que tomaba como referencia no se movían. Una sensación de frustración recorrió su cuerpo... pero en seguida se rió. Tener que caminar un poco más no era nada comparado con todo lo que había pasado. Estaba en terreno llano, a una cota razonablemente baja, con recursos para llegar hasta el campo base, si es que seguía allí. Lo peor ya había pasado, ya no quedaba más que un mero trámite.

Al cabo de unas horas las fuerzas empezaron a flaquear de nuevo. Paró, derritió un poco de nieve para conseguir agua y se comió otra barrita. Aún le duraban los efectos de la última dosis de anfetamina, así que no tomó más. Sabía que aún le quedaban pastillas de sobra, pero no quería abusar, tomar más de la cuenta haría que se obsesionase con cualquier cosa, igual se quedaba embobada clavando el crampón en el hielo... en su época de universidad ya le pasó algo parecido: se tomó unas cuantas anfetas para estudiar, pero antes de ponerse son los apuntes quiso fregar los platos de la cena, pero las pastis hicieron efecto antes de lo que pensaba, y se pasó toda la noche fregando toda la vajilla de la casa. Ni se molestó en presentarse al examen, claro.


Las horas pasaban y el avance era desesperantemente lento. El caos de grietas no acababa y la oscuridad de la noche no dejaba ver el final del valle. Sin las escaleras y pasarelas que se ponían durante la temporada de expediciones, ganar unos cuantos metros suponía tenía que hacer rodeos interminables para sortear grietas de las que no se veía el fondo. Cuando eran estrechas las saltaba, y más de una vez estuvo a punto de caer en sus entrañas.

Poco a poco el hielo iba haciéndose más sucio. Eso era una buena señal, se estaba acercando a la morrena frontal; pronto se acabaría el hielo y podría caminar si miedo a caer en el abismo. Las estrellas habían recorrido un largo camino y comenzaba a vislumbrarse la claridad de un nuevo día, ¿o acaso era la luna, que salía tarde? Cada vez había más luz, y eso era suficiente.

Llegó un momento en el que ya había desaparecido todo el hielo. Bajo los pies de M no había más que roca. Se quitó los crampones y los guardó junto con los piolets en su anoréxica mochila. Caminó dando tumbos sin ninguna dirección determinada; había desperdicios y restos de las tiendas del campo base de la montaña, pero ya no quedaba nadie, todo el mundo se había retirado con la entrada del mal tiempo, ni siquiera quedaba una expedición rezagada.

Amaneció del todo. Plásticos, trozos de tela, latas de cerveza vacías... desolación. Recorrió la morrena como la única superviviente del apocalipsis. No había nada que le pudiese ser útil. Restos de un naufragio. M se sentó tratando de pensar cuál sería su estrategia para llegar a un sitio civilizado... si es que le quedaban fuerzas para ello. El agotamiento extremo empezaba a hacer mella en su inquebrantable voluntad de vivir, y la falsa idea de encontrarse en un sitio seguro empezó a instalarse en su mente.

En su subconsciente, M empezó a oír un zumbido. No le hizo demasiado caso, pensando que serían ilusiones de su cerebro cansado. El sonido se hizo más fuerte, y vio que era real ¿un bicho? ¿un abejorro? Cada vez era más fuerte, pero hasta que M no vio el viejo helicóptero soviético acercándose, no fue consciente de la enorme suerte que había tenido.

Se levantó y agitó los brazos, tratando de llamar la atención del piloto. El aparato hizo un círculo alrededor de ella y tomó tierra a una distancia prudente. Bajaron tres personas y se dirigieron hacia ella. Todo era confuso y sólo lograron entenderse chapurreando un poco de inglés. M quiso decirles de dónde venía, las penalidades que había pasado y que no sabía cuántos días llevaba peleando por su vida. Entró casi a rastras en el helicóptero, la tumbaron y taparon con mantas y tras dar un par de sorbos a una bebida caliente quedó profundamente dormida.

Despertó en la habitación de un hotel. Había ropa limpia, algo de dinero y una tarjeta de visita de la universidad de Seúl. Le dolía todo el cuerpo, tenía un hambre terrible y su cuerpo rezumaba el olor de muchos días en la montaña. La vergüenza de oler a yak muerto la hizo desperezase e ir directamente a la ducha. Recibió el agua caliente como una bendición, y quedó varios minutos sintiendo cómo resbalaba por su cuerpo maltrecho. Ya aseada, se vistió y salió de la habitación. Bajó las escaleras y se encontró con un grupo de asiáticos ensimismados en su portátiles. Todos alzaron la mirada al mismo tiempo y se les dibujó una amplia sonrisa. Sobraban las presentaciones, ellos eran los que la habían sacado de la montaña. Hablaron mientras M asaltaba el buffet libre. Por lo que le pareció entender, sus rescatadores no eran montañeros, sino científcos que iban a recoger instrumentos que habían dejado por la zona, aunque estaban sobre aviso de que había alguien perdido.

En poco tiempo gestionaron el viaje de vuelta de M. El vuelo saldría en unas pocas horas... en la vertiginosa despedida uno de los coreanos le dio una piedra pintada con los ojos de Buda. Era un souvenir barato que se podía encontrar en cualquier rincón de Kathmandu, pero en aquel momento lo recibió como el mayor regalo que le hubiesen hecho.

Prisas y más prisas. M recogió sus cosas, volvió a despedirse de sus amigos y cogió un taxi directo al aeropuerto. Como en una película de ciencia ficción, en unas cuantas horas se encontraría en la otra punta del universo, en un mundo ajeno al País de las Montañas, preguntándose si todo aquello no habría sido más que un sueño.



Continuará...



domingo, 29 de enero de 2012

M (IV)

En una de las rocas que asomaban había un anclaje fijo y el comienzo de su línea de salvación firmemente anclado. Pasó su descensor, no sin esfuerzo debido a la dificultad de manejar una cuerda congelada con guantes gruesos, y se colgó con una fe ciega en que el seguro no tendría la mala idea de saltar.

La monotonía de los cientos de metros de cuerda fija se rompía cuando llegaba a un seguro. Vacía como estaba, cambiar el freno al otro lado del anclaje era un suplicio, pero no había más remedio que seguir. La tentación de sentarse a descansar era muy fuerte, y aunque sabía que si lo hacía jamás volvería a levantarse, la idea desistía de irse de su mente.

Pasó las ubicaciones en las que deberían estar los campamentos de las expediciones comerciales, pero ya no quedaba nada. Albergaba la esperanza de que alguna expedición hubiese tenido que irse rápido, dejando tiendas, sacos y comida abandonada… pero la suerte no estaba con M. La montaña estaba limpia, y por primera vez le fastidió.

Joder, ahora no me habría importado encontrarme con mierdas ahí tiradas…

Poco a poco la atmósfera se hacía más densa y el oxígeno otrora demasiado escaso, volvía a circular por las arterias. M vio renovadas sus fuerzas y sintió cómo sus pensamientos se hacían más claros. Fue consciente de lo que le quedaba por delante y de las pocas probabilidades de llegar hasta el campamento base. En caso de llegar, posiblemente no quedase nadie que pudiese ayudarla, todo el mundo se habría ido ya de la montaña…

Las nubes que la habían envuelto en los tramos más altos de la montaña habían quedado muy arriba, y ahora podía observar toda la falda de la montaña, con la cuerda fija perdiéndose como un interminable hilo de araña. En un punto de la cuerda observó un punto naranja chillón, posiblemente una tienda abandonada, desde tanta distancia era imposible distinguirlo. Si había comida o agua sería su salvación, era imposible descender desde la cumbre hasta el campo base del tirón y en las condiciones tan lamentables en las que se encontraba. Aceleró el ritmo de bajada esperando encontrar un oasis en mitad de aquel desierto helado.

Cuando se encontró a pocos metros del punto naranja se dio cuenta de que aquello era demasiado pequeño como para ser una tienda, más bien tenía el tamaño de…

Mierda. Joder, qué mal rollo.

M había escalado ochomiles plagados de cadáveres congelados y jamás se acostumbraría a su visión… sabía que el próximo fiambre podría ser ella.

Hizo de tripas corazón y abrió la mochila de aquel desdichado. No pudo creérselo: barritas, gel de carbohidratos, una frontal cargada (esas baterías de hidrógeno eran maravillosas) y un hornillo con combustible. Le había tocado la lotería, sin duda. Lo metió en su mochila y se preparó para bajar un tramo más y reponer fuerzas en un sitio más tranquilo. Se detuvo un momento y volvió a buscar en la mochila. Abrió la seta y cogió la documentación del montañero congelado; si lograse salir con vida de aquel fregado sería gracias a aquel pobre infeliz, y le gustaría comunicárselo a su familia. Echó un último vistazo y encontró una caja de Edelanoxil 50 mg. Anfetas. No sería la primera vez que invitaba a esta droga a correr por su torrente sanguíneo, conocía bien sus efectos, también sus peores consecuencias. Guardó la caja en un bolsillo de su chaqueta, se despidió de su frío amigo y continuó bajando.

Adiós. Descansa en paz y gracias por salvarme el pellejo.

Tras el siguiente seguro de la cuerda fija había unas rocas en las que M pudo acomodarse. Sacó el hornillo y empezó a derretir nieve. Al beber notó cómo cada molécula de agua recorría sus músculos, secos y agarrotados. Bebió un litro de agua, rellenó su botella y comió un par de barritas, luchando por contener las arcadas que le provocaban el volver a ingerir alimento. Ya más calmada analizó la situación. 2000 metros de desnivel hasta llegar al campo base, además de atravesar el glaciar, ya sin escaleras ni cuerdas fijas. Mucha tela que cortar… demasiada. M empezó a verlo todo muy oscuro. Aún quedaba un interminable descenso que a pesar de haber recuperado un poco de fuerzas, tendría que hacer al borde del agotamiento. Y de postre atravesar los seracs y rimayas de la base de la montaña. Lo único que le apetecía era descansar un rato más, cerrar los ojos un instante y…

M dio un respingo. Conocía ese círculo vicioso que empezaba a fraguarse en su cabeza: prolongaría el descanso un rato más, luego otros cinco minutos, cinco más y luego otro poco, hasta quedar tiesa. Sin pensarlo dos veces, abrió uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó la caja de Edelanoxil. Se tomó una sin pensar con un buen trago de agua, activó la alarma de su reloj para tomar otra dosis a las pocas horas, preparó la mochila y volvió a engancharse a la cuerda fija para seguir descendiendo.


Las anfetaminas hicieron efecto antes de lo que se imaginaba. La fuerza de los dioses volvió a recorrer sus músculos y la sensación de dolor y agotamiento se disipaba por momentos. Todo estaba más claro que nunca: las maniobras con la cuerda al pasar por los seguros, dar un mordisco a las barritas de vez en cuando y algún trago de agua. El laberinto de grietas y seracs que había más abajo carecía de importancia, ya habría tiempo para enfrentarse a él. Los metros de cuerda corrían rápidamente, el aire era más denso cada metro que bajaba y pronto estaría por debajo de la zona de la muerte. Disfrutó con el sonido de sus crampones haciendo crujir la nieve dura.

Sonó la alarma de su reloj, recordando que pronto pasarían los efectos de la anfetamina. Como aún se encontraba despejada y alerta aprovechó para bajar unos cuantos metros más, hasta un plateau donde se acababa la cuerda fija. Frente a ella, un caos de grietas, cornisas y seracs amenazantes. Derritió nieve (las anfetaminas le habían dado una sed terrible) y comió algo. Habían pasado muchas horas y el sol ya estaba bajo, incendiando el cielo de un rojo intenso. No se le pasó por la cabeza descansar durante la noche, no tenía dónde refugiarse; sortearía el laberinto de grietas con la única ayuda de la frontal.

Con la ayuda de la frontal… y de ciertas pastillas mágicas. Prefiero que me echen la bronca por mi poca ética antes que quedarme aquí, más tiesa que la mojama.

Cuando se encontró preparada de nuevo, encendió los motores y subió revoluciones. Se lanzó a por su último desafío sabiendo que las posibilidades de éxito eran escasas.

Míralo por el lado positivo, nadie me echará de menos.


Continuará...

lunes, 13 de junio de 2011

M (interludio)

M se va a tomar unas vacaciones, mientras decide si viene o va, si sube o baja de la montaña. Tiene que aclararse un poco, pobrecilla...




A ver si a lo largo de esta semana pongo una entrada sobre la vertiente sur de Gredos, sus brutales desniveles e interminables gargantas.

martes, 26 de abril de 2011

M (III)

M no tenía muchas opciones: hacer una cueva en la nieve para pasar la noche o seguir avanzando en mitad de la oscuridad y la tormenta. Optó por la cueva.

Qué más da, o muero congelada en este agujero o despeñada por ahí... al menos cavando me mantendré en calor.

Bajo la cornisa en la que se había acurrucado la nieve parecía un poco más blanda, así que empezó a cavar con la pala del piolet. Maldijo a los chicos de Grivel-Mosser por diseñar esas palas minimalistas (si es que no las eliminaban de sus modelos), quizás a los frikis del dry tooling que escalan a 20 minutos del coche les son cómodas, pero ¡qué cojones! ella necesitaba una herramienta en condiciones.

Si me hubiese traído una pala de verdad ya estaría a resgurado... Mark tenía razón en su libro, cavar una cueva a pioletazos es una locura.

Los golpes se sucedían rítmicamente, acompasados por la respiración jadeante. Poco a poco iba ganando centímetros a la nieve, y su refugio provisional iba tomando forma. Al cabo de un par de horas había logrado hacer un agujero más o menos decente y se metió en la funda de vivac. Dio un par de bocados a una de las úlimas barritas que le quedaban, inspiró profundamente (más de lo habitual a 8000 m) y por fin dejó su mente en blanco.

Tras las horas de esfuerzo y angustia, sin un segundo para relajarse, agradeció tener un poco de tiempo para ella, para observar despreocupadamente las curiosas sombras que proyectaba la luz de su frontal sobre las paredes de la cueva, la nieve suelta resbalando ladera abajo, el viento, inagotable, soplando con furia, o cómo las puntas de los crampones sobresalían burlonas por la funda recién rasgada.

Soy gilipollas...

Como en un reloj de arena, su mente en blanco comenzó a llenarse poco a poco, imperceptiblemente, de sonidos, recuerdos, pensamientos carentes de sentido. Voces de sus amigos, conversaciones de antes de partir hacia las montañas, ruidos extraños y murmullos cada vez más altos, hasta que eclipsaban el incansable ulular del viento. M escuchaba atenta y se dejaba mecer por esos sonidos inquietantes, hasta que en un rincón de su cabeza una voz le decía que no eran reales, que estaba sola en mitad de la nada. Su mente daba un respingo y volvía a oír sólo el sonido del viento, sintiéndose de nuevo abandonada.

El juego mental duró toda la noche, la ayudaba a no quedarse dormida y morir congelada. La claridad del nuevo día no lograba abrirse paso entre la densa capa de nubes de la tempestad, pero aún así M decidió ponerse en marcha y tratar de acabar de una vez por todas con la agonía de esa maldita escalada. Salió de la funda de vivac y la embutió en la mochila, comió el trozo de barrita que le había quedado de la cena, bostezó y se estiró como un gato. La falta de oxígeno hizo que se marease, y tardó un poco en ponerse en marcha. En silencio, con la mente en blanco, salió de la cueva, echó la vista atrás para despedirse de ella y avanzó lentamente por las rampas de nieve que conducían a la cima.

La tormenta no era tan fuerte como anoche, y había un poco más de visibilidad. Avanzó a ciegas, siempre hacia arriba, buscando el punto más alto. Su respiración volvía a ser agónica, el esfuerzo y la falta de agua y comida le pasaban factura, pero no pensaba volver a hacer el esfuerzo de quejarse ante la tarea que tenía por delante, era una manera inútil de gastar las pocas y preciosas energías que le quedaban.

Imbécil… si no hubieses lloriqueado tanto ayer hoy tendrías más fuerzas para avanzar. En fin, tira p’adelante, que no queda otra.

Un paso, inspirar, expirar, otro paso, inspirar… el tiempo pasaba lentamente y ella apenas avanzaba. En el fondo sabía que no tenía por qué lograrlo, había pasado el límite del agotamiento, no le quedaba nada, sólo una fuerza de voluntad que no sabía de dónde había salido. Cuando flaquease no habría ningún compañero que la ayudase, que le ofreciese un trago de agua o un par de caladas de oxígeno. Quedaría parada unos instantes, caería de rodillas y lentamente empezará a acurrucarse, agradeciendo un descanso y una tregua a tanto sufrimiento. Allí quedaría, dándose cinco minutos más hasta que sus miembros quedasen congelados y su corazón dejase de latir. La perspectiva no le asustaba, pero el instinto le hacía rechazarla y dar siempre un paso más hacia arriba.

M se sorprendió al ver que la subida había terminado, estaba en una superficie más o menos plana, todo alrededor descendía…

Mierda, ¿qué coño es esto? ¿Cómo mierdas salgo de aquí?

Unas banderas de oración que asomaban de entre la nieve hicieron que se diese cuenta de que se encontraba en la cumbre. La tortura de la ascensión había terminado, ahora sólo quedaba el maldito infierno del descenso.

Inspiró un poco del tenue aire, dedicó un breve pensamiento a su compañero desaparecido y empezó a buscar las cuerdas fijas que ponían los valientes sherpas para que los turistas ricos subieran y bajaran cómodamente.



Continuará...

martes, 5 de abril de 2011

M (II)

Comenzaba a atardecer y la luz del sol se colaba bajo las cada vez más densas nubes de tormenta, tiñendo la pared de clores cálidos. El frío y el cansancio dejaron de existir, y M empezó a sentir cómo la suave brisa de verano se colaba bajo su vestido azul de seda. Tras la lluvia de la tarde, la arena de la playa estaba fresca, y disfrutó de cómo se hundían sus pies desnudos mientras se acercaba a la orilla. Su perra Zelda jugaba con las olas. M cerró los ojos y dejó que el viento la despeinase. Por un momento en su vida sitió que las cosas tenían sentido, que a pesar de todo existen momentos felices.



Se había recuperado bien de sus lesiones, había cortado por lo sano con el gilipollas de su novio, tenía un curro decente y se había ido a vivir al lado del mar, lejos, muy lejos de la gran ciudad. Escuchaba música, descuidaba la dieta y el entrenamiento, tocaba la guitarra, paseaba por la tarde con Zelda, su nueva y peluda amiga, y en su casa nunca faltaban amigos, cerveza ni porros. M era feliz.

Un golpe seco en su casco la hizo salir del trance de manera violenta. La piedra hizo que cayese lo suficiente para dislocarse el hombro, quedando colgada de uno de los piolets, que quedó empotrado en una fisura helada. Notó cómo todo el peso de su cuerpo y de su cabezonería colgaba de los ligamentos, tensos como las cuerdas de un violín. Sentía cómo crujían. Trató de clavar el otro piolet en una columna de hielo que parecía bueno, pero el lacerante dolor la hizo desistir. Tampoco había dónde colocar los pies, las mínimas rugosidades por las que había subido ahora no inspiraban confianza alguna. Se enfadó consigo misma, por haber elegido escalar montañas, por no conformarse con la vida gris e insustancial que mantenía a sus amigos sanos y salvos en su casa, con su hipoteca, su pareja y su coche. Se enfadó porque iba a morir “haciendo aquello que amaba”…

Dios… ¿cuántas veces habré oído esa frase? “murió haciendo lo que le gustaba”. Hostias, como si se lo estuviesen pasando en grande, no te jode…

Olvidando el dolor del hombro hizo un esfuerzo desesperado para elevarse sobre un pie totalmente precario y afianzar su piolet en hielo bueno. No le costó tomar la decisión, era lo que había que hacer, eso o esperar a que sus tendones terminasen de desagarrarse. En otra montaña más fácil se habría rendido, esperando que su compañero detuviese la caída… pero no era el caso, evidentemente.

Me la juego. Todo o nada.

Quedó en un tramo de hielo decente, con los pies bien afianzados. Movió el brazo herido y el hombro rugió como una hormigonera hasta quedarse en su sitio. Gritó, pero no sintió dolor. Gritó por tener que continuar la escalada con un brazo inútil. Gritó de frustración, ira, de que no acabase ya la tortura.

Una tras otra… esto nunca acaba… ¿a qué espera esta maldita montaña para acabar conmigo?

Inspiró, llenando sus pulmones de aire vacío y se arrastró por tramos de hielo negro, rocas sueltas y nieve polvo. Ya no había playas, perros, ni vestidos de seda. La tortuosa escalada de antes se asemejaba a una tarde haciendo deportiva con los colegas, comparada con lo que tenía por delante.



Reptó penosamente, afianzándose en las más ridículas ñapas, sin esperanza alguna, batallando por seguir unos minutos más con vida, luchando para que el siguiente instante no fuese el último, sabiendo que no todas las presas tenían por qué aguantar el peso que colgaba de su único brazo bueno. Odió la montaña de la que era prisionera, la maldijo mil veces. Odió el día que se le pasó por la cabeza escalarla, odió los días de preparativos, de permisos, de viaje. Odió la aproximación y la aclimatación. Odió el primer paso que la encaminó hacia ella y el primer pioletazo en la pared. Odió escalar, cansarse, perder a su compañero. Odió la batalla que estaba librando, las ridículas ensoñaciones y las monótonas pendientes de nieve que se extendían ante ella y que la separaban de la cumbre, a unos centenares de metros. Odió la noche que se había echado encima y el rugido de la tormenta.

Bajo una cornisa que apenas la protegía trató de calmar su furia. El terreno difícil ya había quedado atrás, pero era imposible seguir de noche, en mitad de la tormenta y desorientada, sin saber hacia dónde estaba la vía de descenso. Pasar ahí la noche era una locura tan grande como tratar de descender a ciegas.



continuará...

lunes, 14 de marzo de 2011

M (I)


No tenía ninguna gracia, pero M no pudo evitar una sonrisa, una amarga sonrisa tras la que se ocultaba la certeza de una muerte segura. El cómo y el cuándo estaban por determinar: tal vez se cayese tratando de escalar hacia terreno más fácil, tal vez se congelase, cansada de luchar contra la tormenta que comenzaba a fraguarse, tal vez…

Posiblemente su compañero de cordada aún no hubiese llegado al suelo; son los riesgos de escalar con la cuerda guardada en la mochila. Y él llevaba la única que subieron. También la tienda vivac, el quemador de gas y la radio: las claves del éxito, y en este caso el éxito consistía en salir de aquella pared en la que habían dejado la vida alpinistas mucho mejores que ella.

Muy bien, ahora lo más importante es llegar a terreno seguro y analizar la situación. Parece que hay una repisa un poco más arriba, donde termina la goulotte. Mierda, este puto hielo me está destrozando los gemelos.

La repisa resultó ser una pequeña cresta en la que pudo sentarse a horcajadas. Clavó un piolet y aseguró su mochila, ridículamente ligera. El aire frío y seco del invierno permitía ver los 3000 metros de pared terriblemente nítidos. Se olvidó de la desesperada situación en la que se hallaba, de los miles de metros de caída y del aire enrarecido que apenas le proporcionaba oxígeno. Sólo podía salir de aquello de una manera: llegando a la cumbre y descendiendo por la vía de los Polacos. Morir no entraba en sus planes; no quería contemplar esa posibilidad, a pesar de ser el final más probable.

Volvió a ponerse la mochila y echo un vistazo al tramo que tenía por delante.

Por lo menos me quedan mil metros de pared. Estoy a 7300, y la cumbre a 8200. Bueno, novecientos. Ahora un tramo relajado y ataco la sección Twight: doscientos metros de mixto radical en plena zona de la muerte y sin cuerda. M., te acaban de servir el especial de la casa con extra de salsa picante...


Subió el tramo más fácil con la mente en blanco, reservando toda su fuerza psicológica para el tramo de roca y hielo que empezaba a asomar tras un espolón cubierto de verglas. La pendiente empezaba a aumentar considerablemente y nieve dura daba paso a vetas de hielo que discurrían entre las grietas de la quebradiza roca. Las hojas de los piolets gemían al retorcerse contra la roca y las puntas de los crampones buscaban ansiosas cualquier mínimo resquicio donde apoyarse. ¿M9? ¿WI10? ¿6b?... esos números y letras que tratan vanamente de acotar la dificultad sólo valen cuando escalas al lado del coche; en las Grandes Montañas de la Tierra pierden todo su sentido, son una burla hacia la grandiosidad del escenario donde ahora se desarrollaba la acción. Superar el siguiente tramo de roca no consistía en “hacer un 6b”, sino en realizar los movimientos necesarios para progresar hacia arriba sin caerse.

Respiración jadeante, bocanadas de aire que apenas llenan los pulmones, músculos agarrotados, sangre espesa como la brea, ridícula debilidad. El agotamiento extremo, insoportable tortura, era la única evidencia de que aún quedaba un resquicio de vida.

Los metros de escalada se sucedían con una monotonía insultante para la dificultad de la pared, mientras el caótico sonido del metal de su arnés se tornaba monótono y predecible.


Continuará...

martes, 7 de diciembre de 2010

Aviso lejano

Os dejo un extracto del relato "Aviso lejano", de Mark Twight, que aparece en su libro "Besa o mata. Confesiones de un escalador en serie", muy recomendable; ofrece una visión de la montaña distinta, a menudo desgarradora y sin esa aura romántica y transcendental que tan a menudo le damos (sí, yo también peco de ello).

Pero este fragmento no habla de montañas...



Unas nubes asfixiantes atrapan la contaminación de doce millones de coches y camiones que circulan bajo ellas. Estar quieto en un sitio supone respirar los mismos humos una y otra vez. La lluvia se convierte en nieve. En las montañas la nieve es blanca y no está adulterada, es como una purga y una renovación, pero la enfermedad de la ciudad infecta mi querida nieve, volviéndola gris y viscosa. No se pisa algo crujiente y que agarre, tan sólo una mancha líquida y brillante que queda tras derretirse y volver a helarse muchas veces, mezclada ofensivamente con cagadas de perro de color mostaza y lo que quiera que corra por las calles cuando abren los desagües para vaciar los sumideros. Los edificios están picados por la historia y la lluvia de la industria. El Sena está tan contaminado que los sin techo no se atreven ni a pescar para comer.

He alquilado antes agujeros sin futuro. Las ventanas de los sótanos alumbran mortecinamente el que tengo en París; está más lejos de donde quiera que esté el hogar. Cada noche me meto más al fondo en la madriguera. Los domingos por la tarde salgo de ella y me alimento del escándalo y la energía que resplandece en las calles. Los Campos Elíseos están encendidos desde Étoile hasta la Plaza de la Concordia 18 horas al día. Electricité de France suministra luces de Feliz Navidad gratis a la ciudad para la ocasión. Los impuestos empleados en pagar EDF podrían muy bien gastarse en dar cobijo a los sin casa que mueren un poco más deprisa que el resto de nosotros todos los días. Por otro lado, las calles parecen hermosas, y hay un tío asando castañas en la esquina a unos cuantos metros. Creo que voy a comprar unas pocas. A fin de cuentas es Navidad y aunque yo no encaje en ella, no hay motivos para quejarse.


viernes, 15 de octubre de 2010

Sangre


Había sangre por todas partes. Los golpes explotaban contra tu cara como granadas de mano. Sentías cómo tu rostro se deformaba con cada puñetazo, cómo tu masa encefálica se volvía pulpa y cómo tus ojos apenas lograban permanecer en sus cuencas.

La adrenalina envenenaba tus músculos, preparándolos para que cubriesen tu rostro desfigurado y devolver el ataque, pero por cada inútil intento de reaccionar, un nuevo guantazo, inmisericorde, hacía que tus ilusiones se estrellasen contra la dura realidad. Abandonar, dejarse caer era muy tentador. Apoyado contra las cuerdas, la ensangrentada lona te llamaba…

Tus oídos sangrantes no percibían sonido alguno. Sabías que el público jaleaba, poseído por la locura de ver cómo un hombre destrozaba a otro, pero no te llegaban sus voces. Sentías los gritos de tu enemigo, descargando toda su furia asesina contra ti, pero eran inaudibles. Jadeabas como un animal agonizante suplicando clemencia, pero no te escuchabas ni a ti mismo.
Sentías tus fuerzas y ganas de pelear desvaneciéndose progresivamente. La sensación de impotencia era insoportable, y podías ver cómo tu vida, tus sueños e ilusiones, aquello por lo que siempre habías luchado, cómo todo eso iba a quedar obscenamente esparcido por la sucia lona.
Por unos segundos te olvidaste de los puñetazos que se estrellaban contra tu cuerpo, volviste a oír al público, vociferante, y a tu rival, poseído y empeñado en machacar hasta el último de tus tendones. Te oíste a ti mismo, cómo dejabas de jadear e inspirabas profundamente. Vislumbraste una posibilidad, creíste en ella y trataste de alcanzarla, lanzando un último y desesperado ataque…
Un golpe seco y brutal paró el tiempo. Sin respiración, perdiste el equilibrio. Tambaleándote, viste cómo todo daba vueltas, cómo el suelo venía hacia ti, cada vez más rápido, y antes de entrar en contacto con él, nada. La oscuridad completa. No llegaste a sentir el contacto con la lona ni las manotadas del árbitro contra ella…
En mitad de la oscuridad, un tenue punto de luz se acercaba hacia ti, y supiste que por fin todo había terminado.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Dolor

Dolor. El dolor no significaba nada. Tan sólo era un cosquilleo impertinente que recorría tu pierna. Sí, aquella piedra había roto el pantalón, la piel y parte del músculo (el intenso frío y la falta de oxígeno ayudaban a coagular la sangre, y que ésta no saliera a borbotones), pero hacía tiempo que aprendiste que el dolor físico no significa nada al lado de ver cómo la persona a la que has amado, a la que has consagrado tu vida, te desprecia como a un clinex lleno de mocos: “ya te he usado, no puedes ofrecerme nada más, me busco a otro a quien destrozar”…


¿Realmente te entregaste al 100%? ¿Realmente ella fue la razón última de tu triste existencia? ¿Te parece que fue aquel ser a quien se alaba y venera día y noche? Claro que no; en tu vida había más cosas, tenías inquietudes, ambiciones en las que ella no tenía por qué estar incluida. Tenías una vida por delante que querías vivir para ti: trabajar en lo que siempre has soñado, escalar montañas, leer, viajar, amar a quien siempre has amado… ¡qué egoísta eres! ¿y pretendes que tu amor sea correspondido? Para eso tendrías que ser suficientemente rico como para no perder el tiempo trabajando, cambiar los viajes y las montañas por bares, pubs y discotecas y dedicar todo tu tiempo a ella, vivir sólo para ella, colmarla de atenciones pero sin agobiarla; preocuparte en cada instante por su estado anímico pero que no se sienta acosada; entrenar con el único objetivo de tener un cuerpo perfecto para su uso y disfrute…
No fuiste capaz de ofrecérselo, no quisiste dedicar tu existencia a la vida de otra persona. Te llamaron cobarde. Te llamaron egoísta. Rompiste con tu pasado y regresaste a las Montañas. Quisiste sentir de nuevo la vibración de tus piolets, quisiste escuchar de nuevo a tus crampones masticando hielo, quisiste abandonar tus sentidos a la sinfonía del mundo vertical, donde las leyes de los hombres no significan nada, donde tú eres el dueño de tu destino. Escapaste de un mundo gris y superficial lleno de gente sin identidad, elevaste tu espíritu por encima de la niebla y viste la luz del sol, el azul del cielo y el blanco de la nieve más pura y limpia que pueda concebirse. Te dejaste mecer por el viento y te embriagaste de la atmósfera enrarecida de las altitudes extremas. Dormiste bajo un millón de estrellas y desayunaste café con olor a gasolina quemada. Todo era demasiado bonito, y eso te asustó. Demasiado tarde; el fuerte viento no te dejó oír el gemido que lanzaba aquella piedra, con tu nombre grabado en su duro corazón de granito…
Tu final fue desagradable. No pudiste descargar el peso de tu cuerpo sobre la pierna derecha, recién herida, y el hielo empezó a ceder bajo tu otro pie. Agarraste con fuerza tus piolets, el miedo te empañó las gafas y tu pierna buena falló. Cuando quisiste volver a clavar el crampón era demasiado tarde, el impacto había arrancado uno de los piolets, desequilibrando tu cuerpo. La inercia hizo el resto, despegándote de la pared. No volviste a entrar en contacto con ella; caíste libremente hasta la base, mientras el estupor inicial acababa transformándose en orgullo. Tú escapaste hacia la Montaña, tú la escalaste, tú asumiste la responsabilidad, y tú ibas a pagar la osadía de definir tu superioridad sobre los otros hombres.