martes, 5 de abril de 2011

M (II)

Comenzaba a atardecer y la luz del sol se colaba bajo las cada vez más densas nubes de tormenta, tiñendo la pared de clores cálidos. El frío y el cansancio dejaron de existir, y M empezó a sentir cómo la suave brisa de verano se colaba bajo su vestido azul de seda. Tras la lluvia de la tarde, la arena de la playa estaba fresca, y disfrutó de cómo se hundían sus pies desnudos mientras se acercaba a la orilla. Su perra Zelda jugaba con las olas. M cerró los ojos y dejó que el viento la despeinase. Por un momento en su vida sitió que las cosas tenían sentido, que a pesar de todo existen momentos felices.



Se había recuperado bien de sus lesiones, había cortado por lo sano con el gilipollas de su novio, tenía un curro decente y se había ido a vivir al lado del mar, lejos, muy lejos de la gran ciudad. Escuchaba música, descuidaba la dieta y el entrenamiento, tocaba la guitarra, paseaba por la tarde con Zelda, su nueva y peluda amiga, y en su casa nunca faltaban amigos, cerveza ni porros. M era feliz.

Un golpe seco en su casco la hizo salir del trance de manera violenta. La piedra hizo que cayese lo suficiente para dislocarse el hombro, quedando colgada de uno de los piolets, que quedó empotrado en una fisura helada. Notó cómo todo el peso de su cuerpo y de su cabezonería colgaba de los ligamentos, tensos como las cuerdas de un violín. Sentía cómo crujían. Trató de clavar el otro piolet en una columna de hielo que parecía bueno, pero el lacerante dolor la hizo desistir. Tampoco había dónde colocar los pies, las mínimas rugosidades por las que había subido ahora no inspiraban confianza alguna. Se enfadó consigo misma, por haber elegido escalar montañas, por no conformarse con la vida gris e insustancial que mantenía a sus amigos sanos y salvos en su casa, con su hipoteca, su pareja y su coche. Se enfadó porque iba a morir “haciendo aquello que amaba”…

Dios… ¿cuántas veces habré oído esa frase? “murió haciendo lo que le gustaba”. Hostias, como si se lo estuviesen pasando en grande, no te jode…

Olvidando el dolor del hombro hizo un esfuerzo desesperado para elevarse sobre un pie totalmente precario y afianzar su piolet en hielo bueno. No le costó tomar la decisión, era lo que había que hacer, eso o esperar a que sus tendones terminasen de desagarrarse. En otra montaña más fácil se habría rendido, esperando que su compañero detuviese la caída… pero no era el caso, evidentemente.

Me la juego. Todo o nada.

Quedó en un tramo de hielo decente, con los pies bien afianzados. Movió el brazo herido y el hombro rugió como una hormigonera hasta quedarse en su sitio. Gritó, pero no sintió dolor. Gritó por tener que continuar la escalada con un brazo inútil. Gritó de frustración, ira, de que no acabase ya la tortura.

Una tras otra… esto nunca acaba… ¿a qué espera esta maldita montaña para acabar conmigo?

Inspiró, llenando sus pulmones de aire vacío y se arrastró por tramos de hielo negro, rocas sueltas y nieve polvo. Ya no había playas, perros, ni vestidos de seda. La tortuosa escalada de antes se asemejaba a una tarde haciendo deportiva con los colegas, comparada con lo que tenía por delante.



Reptó penosamente, afianzándose en las más ridículas ñapas, sin esperanza alguna, batallando por seguir unos minutos más con vida, luchando para que el siguiente instante no fuese el último, sabiendo que no todas las presas tenían por qué aguantar el peso que colgaba de su único brazo bueno. Odió la montaña de la que era prisionera, la maldijo mil veces. Odió el día que se le pasó por la cabeza escalarla, odió los días de preparativos, de permisos, de viaje. Odió la aproximación y la aclimatación. Odió el primer paso que la encaminó hacia ella y el primer pioletazo en la pared. Odió escalar, cansarse, perder a su compañero. Odió la batalla que estaba librando, las ridículas ensoñaciones y las monótonas pendientes de nieve que se extendían ante ella y que la separaban de la cumbre, a unos centenares de metros. Odió la noche que se había echado encima y el rugido de la tormenta.

Bajo una cornisa que apenas la protegía trató de calmar su furia. El terreno difícil ya había quedado atrás, pero era imposible seguir de noche, en mitad de la tormenta y desorientada, sin saber hacia dónde estaba la vía de descenso. Pasar ahí la noche era una locura tan grande como tratar de descender a ciegas.



continuará...

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