martes, 26 de abril de 2011

M (III)

M no tenía muchas opciones: hacer una cueva en la nieve para pasar la noche o seguir avanzando en mitad de la oscuridad y la tormenta. Optó por la cueva.

Qué más da, o muero congelada en este agujero o despeñada por ahí... al menos cavando me mantendré en calor.

Bajo la cornisa en la que se había acurrucado la nieve parecía un poco más blanda, así que empezó a cavar con la pala del piolet. Maldijo a los chicos de Grivel-Mosser por diseñar esas palas minimalistas (si es que no las eliminaban de sus modelos), quizás a los frikis del dry tooling que escalan a 20 minutos del coche les son cómodas, pero ¡qué cojones! ella necesitaba una herramienta en condiciones.

Si me hubiese traído una pala de verdad ya estaría a resgurado... Mark tenía razón en su libro, cavar una cueva a pioletazos es una locura.

Los golpes se sucedían rítmicamente, acompasados por la respiración jadeante. Poco a poco iba ganando centímetros a la nieve, y su refugio provisional iba tomando forma. Al cabo de un par de horas había logrado hacer un agujero más o menos decente y se metió en la funda de vivac. Dio un par de bocados a una de las úlimas barritas que le quedaban, inspiró profundamente (más de lo habitual a 8000 m) y por fin dejó su mente en blanco.

Tras las horas de esfuerzo y angustia, sin un segundo para relajarse, agradeció tener un poco de tiempo para ella, para observar despreocupadamente las curiosas sombras que proyectaba la luz de su frontal sobre las paredes de la cueva, la nieve suelta resbalando ladera abajo, el viento, inagotable, soplando con furia, o cómo las puntas de los crampones sobresalían burlonas por la funda recién rasgada.

Soy gilipollas...

Como en un reloj de arena, su mente en blanco comenzó a llenarse poco a poco, imperceptiblemente, de sonidos, recuerdos, pensamientos carentes de sentido. Voces de sus amigos, conversaciones de antes de partir hacia las montañas, ruidos extraños y murmullos cada vez más altos, hasta que eclipsaban el incansable ulular del viento. M escuchaba atenta y se dejaba mecer por esos sonidos inquietantes, hasta que en un rincón de su cabeza una voz le decía que no eran reales, que estaba sola en mitad de la nada. Su mente daba un respingo y volvía a oír sólo el sonido del viento, sintiéndose de nuevo abandonada.

El juego mental duró toda la noche, la ayudaba a no quedarse dormida y morir congelada. La claridad del nuevo día no lograba abrirse paso entre la densa capa de nubes de la tempestad, pero aún así M decidió ponerse en marcha y tratar de acabar de una vez por todas con la agonía de esa maldita escalada. Salió de la funda de vivac y la embutió en la mochila, comió el trozo de barrita que le había quedado de la cena, bostezó y se estiró como un gato. La falta de oxígeno hizo que se marease, y tardó un poco en ponerse en marcha. En silencio, con la mente en blanco, salió de la cueva, echó la vista atrás para despedirse de ella y avanzó lentamente por las rampas de nieve que conducían a la cima.

La tormenta no era tan fuerte como anoche, y había un poco más de visibilidad. Avanzó a ciegas, siempre hacia arriba, buscando el punto más alto. Su respiración volvía a ser agónica, el esfuerzo y la falta de agua y comida le pasaban factura, pero no pensaba volver a hacer el esfuerzo de quejarse ante la tarea que tenía por delante, era una manera inútil de gastar las pocas y preciosas energías que le quedaban.

Imbécil… si no hubieses lloriqueado tanto ayer hoy tendrías más fuerzas para avanzar. En fin, tira p’adelante, que no queda otra.

Un paso, inspirar, expirar, otro paso, inspirar… el tiempo pasaba lentamente y ella apenas avanzaba. En el fondo sabía que no tenía por qué lograrlo, había pasado el límite del agotamiento, no le quedaba nada, sólo una fuerza de voluntad que no sabía de dónde había salido. Cuando flaquease no habría ningún compañero que la ayudase, que le ofreciese un trago de agua o un par de caladas de oxígeno. Quedaría parada unos instantes, caería de rodillas y lentamente empezará a acurrucarse, agradeciendo un descanso y una tregua a tanto sufrimiento. Allí quedaría, dándose cinco minutos más hasta que sus miembros quedasen congelados y su corazón dejase de latir. La perspectiva no le asustaba, pero el instinto le hacía rechazarla y dar siempre un paso más hacia arriba.

M se sorprendió al ver que la subida había terminado, estaba en una superficie más o menos plana, todo alrededor descendía…

Mierda, ¿qué coño es esto? ¿Cómo mierdas salgo de aquí?

Unas banderas de oración que asomaban de entre la nieve hicieron que se diese cuenta de que se encontraba en la cumbre. La tortura de la ascensión había terminado, ahora sólo quedaba el maldito infierno del descenso.

Inspiró un poco del tenue aire, dedicó un breve pensamiento a su compañero desaparecido y empezó a buscar las cuerdas fijas que ponían los valientes sherpas para que los turistas ricos subieran y bajaran cómodamente.



Continuará...

martes, 5 de abril de 2011

M (II)

Comenzaba a atardecer y la luz del sol se colaba bajo las cada vez más densas nubes de tormenta, tiñendo la pared de clores cálidos. El frío y el cansancio dejaron de existir, y M empezó a sentir cómo la suave brisa de verano se colaba bajo su vestido azul de seda. Tras la lluvia de la tarde, la arena de la playa estaba fresca, y disfrutó de cómo se hundían sus pies desnudos mientras se acercaba a la orilla. Su perra Zelda jugaba con las olas. M cerró los ojos y dejó que el viento la despeinase. Por un momento en su vida sitió que las cosas tenían sentido, que a pesar de todo existen momentos felices.



Se había recuperado bien de sus lesiones, había cortado por lo sano con el gilipollas de su novio, tenía un curro decente y se había ido a vivir al lado del mar, lejos, muy lejos de la gran ciudad. Escuchaba música, descuidaba la dieta y el entrenamiento, tocaba la guitarra, paseaba por la tarde con Zelda, su nueva y peluda amiga, y en su casa nunca faltaban amigos, cerveza ni porros. M era feliz.

Un golpe seco en su casco la hizo salir del trance de manera violenta. La piedra hizo que cayese lo suficiente para dislocarse el hombro, quedando colgada de uno de los piolets, que quedó empotrado en una fisura helada. Notó cómo todo el peso de su cuerpo y de su cabezonería colgaba de los ligamentos, tensos como las cuerdas de un violín. Sentía cómo crujían. Trató de clavar el otro piolet en una columna de hielo que parecía bueno, pero el lacerante dolor la hizo desistir. Tampoco había dónde colocar los pies, las mínimas rugosidades por las que había subido ahora no inspiraban confianza alguna. Se enfadó consigo misma, por haber elegido escalar montañas, por no conformarse con la vida gris e insustancial que mantenía a sus amigos sanos y salvos en su casa, con su hipoteca, su pareja y su coche. Se enfadó porque iba a morir “haciendo aquello que amaba”…

Dios… ¿cuántas veces habré oído esa frase? “murió haciendo lo que le gustaba”. Hostias, como si se lo estuviesen pasando en grande, no te jode…

Olvidando el dolor del hombro hizo un esfuerzo desesperado para elevarse sobre un pie totalmente precario y afianzar su piolet en hielo bueno. No le costó tomar la decisión, era lo que había que hacer, eso o esperar a que sus tendones terminasen de desagarrarse. En otra montaña más fácil se habría rendido, esperando que su compañero detuviese la caída… pero no era el caso, evidentemente.

Me la juego. Todo o nada.

Quedó en un tramo de hielo decente, con los pies bien afianzados. Movió el brazo herido y el hombro rugió como una hormigonera hasta quedarse en su sitio. Gritó, pero no sintió dolor. Gritó por tener que continuar la escalada con un brazo inútil. Gritó de frustración, ira, de que no acabase ya la tortura.

Una tras otra… esto nunca acaba… ¿a qué espera esta maldita montaña para acabar conmigo?

Inspiró, llenando sus pulmones de aire vacío y se arrastró por tramos de hielo negro, rocas sueltas y nieve polvo. Ya no había playas, perros, ni vestidos de seda. La tortuosa escalada de antes se asemejaba a una tarde haciendo deportiva con los colegas, comparada con lo que tenía por delante.



Reptó penosamente, afianzándose en las más ridículas ñapas, sin esperanza alguna, batallando por seguir unos minutos más con vida, luchando para que el siguiente instante no fuese el último, sabiendo que no todas las presas tenían por qué aguantar el peso que colgaba de su único brazo bueno. Odió la montaña de la que era prisionera, la maldijo mil veces. Odió el día que se le pasó por la cabeza escalarla, odió los días de preparativos, de permisos, de viaje. Odió la aproximación y la aclimatación. Odió el primer paso que la encaminó hacia ella y el primer pioletazo en la pared. Odió escalar, cansarse, perder a su compañero. Odió la batalla que estaba librando, las ridículas ensoñaciones y las monótonas pendientes de nieve que se extendían ante ella y que la separaban de la cumbre, a unos centenares de metros. Odió la noche que se había echado encima y el rugido de la tormenta.

Bajo una cornisa que apenas la protegía trató de calmar su furia. El terreno difícil ya había quedado atrás, pero era imposible seguir de noche, en mitad de la tormenta y desorientada, sin saber hacia dónde estaba la vía de descenso. Pasar ahí la noche era una locura tan grande como tratar de descender a ciegas.



continuará...