lunes, 14 de marzo de 2011

M (I)


No tenía ninguna gracia, pero M no pudo evitar una sonrisa, una amarga sonrisa tras la que se ocultaba la certeza de una muerte segura. El cómo y el cuándo estaban por determinar: tal vez se cayese tratando de escalar hacia terreno más fácil, tal vez se congelase, cansada de luchar contra la tormenta que comenzaba a fraguarse, tal vez…

Posiblemente su compañero de cordada aún no hubiese llegado al suelo; son los riesgos de escalar con la cuerda guardada en la mochila. Y él llevaba la única que subieron. También la tienda vivac, el quemador de gas y la radio: las claves del éxito, y en este caso el éxito consistía en salir de aquella pared en la que habían dejado la vida alpinistas mucho mejores que ella.

Muy bien, ahora lo más importante es llegar a terreno seguro y analizar la situación. Parece que hay una repisa un poco más arriba, donde termina la goulotte. Mierda, este puto hielo me está destrozando los gemelos.

La repisa resultó ser una pequeña cresta en la que pudo sentarse a horcajadas. Clavó un piolet y aseguró su mochila, ridículamente ligera. El aire frío y seco del invierno permitía ver los 3000 metros de pared terriblemente nítidos. Se olvidó de la desesperada situación en la que se hallaba, de los miles de metros de caída y del aire enrarecido que apenas le proporcionaba oxígeno. Sólo podía salir de aquello de una manera: llegando a la cumbre y descendiendo por la vía de los Polacos. Morir no entraba en sus planes; no quería contemplar esa posibilidad, a pesar de ser el final más probable.

Volvió a ponerse la mochila y echo un vistazo al tramo que tenía por delante.

Por lo menos me quedan mil metros de pared. Estoy a 7300, y la cumbre a 8200. Bueno, novecientos. Ahora un tramo relajado y ataco la sección Twight: doscientos metros de mixto radical en plena zona de la muerte y sin cuerda. M., te acaban de servir el especial de la casa con extra de salsa picante...


Subió el tramo más fácil con la mente en blanco, reservando toda su fuerza psicológica para el tramo de roca y hielo que empezaba a asomar tras un espolón cubierto de verglas. La pendiente empezaba a aumentar considerablemente y nieve dura daba paso a vetas de hielo que discurrían entre las grietas de la quebradiza roca. Las hojas de los piolets gemían al retorcerse contra la roca y las puntas de los crampones buscaban ansiosas cualquier mínimo resquicio donde apoyarse. ¿M9? ¿WI10? ¿6b?... esos números y letras que tratan vanamente de acotar la dificultad sólo valen cuando escalas al lado del coche; en las Grandes Montañas de la Tierra pierden todo su sentido, son una burla hacia la grandiosidad del escenario donde ahora se desarrollaba la acción. Superar el siguiente tramo de roca no consistía en “hacer un 6b”, sino en realizar los movimientos necesarios para progresar hacia arriba sin caerse.

Respiración jadeante, bocanadas de aire que apenas llenan los pulmones, músculos agarrotados, sangre espesa como la brea, ridícula debilidad. El agotamiento extremo, insoportable tortura, era la única evidencia de que aún quedaba un resquicio de vida.

Los metros de escalada se sucedían con una monotonía insultante para la dificultad de la pared, mientras el caótico sonido del metal de su arnés se tornaba monótono y predecible.


Continuará...